Erunámo, Cúnnandur y Káliethis
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Erunámo, Cúnnandur y Káliethis
Cruzó la mirada con su rival, que levantaba el mentón desafiante
dentro de la capucha granate. De ella salían dos pequeñas llamas de fuego allí donde debería haber dos ojos. Respiraba con dificultad, recién recuperado de la metamorfosis a la que se había visto sometido hacía escasos segundos. Desde luego, para un Caballero Sangriento, era muy deshonroso verse mutado en un simple animal. Odiaba a su enemigo; estaba seguro de que, por lo menos, tanto como él. Sin embargo, algo fallaba en toda esta... chanza.
Le sonaba a burla que semejante paladín intentara enfrentarse a él. ¿Es que no podía ver que nunca sería capaz de acercarse a él a menos de dos metros? El caballero jadeaba con fuerza, cansado. El primer golpe le había cogido de improviso y trataba de esconder con la capa una fea cicatriz en el costado derecho, el lado del brazo que sostenía un bastón de madera nudosa, que refulgía en un color negro con tonos morados. Cualquiera en Quel’Thalas habría podido evitar un espadazo semejante sin dificultad. Sin embargo, algo no encajaba en el puzzle de este enfrentamiento.
Pero él era diferente.
Este enemigo no era como los otros.
Su rostro guardaba un misterio.
El gesto de dolor de su cara no era meramente físico.
- Maldito hechicero- susurró entre dientes el paladín.
- Caballero del infierno- exhaló el brujo.
Se mantuvieron la mirada durante un infinito segundo. El brujo se relajó, se apoyó con naturalidad en su cayado y se llevó la mano izquierda al lado derecho del torso. El paladín clavó la espada en el suelo y se frotó con fuerza los músculos de los brazos tatuados en rojo y negro, desentumeciéndolos.
- Me pregunto, Caballero de Sangre, ¿cómo has llegado a paladín, siendo tan inepto?- gritó el encapuchado, mientras se reducía el fuego que brotaba de sus ojos.
- La égida del Sol me guarda de tus artimañas, bastardo- contestó el guerrero.
El encapuchado hizo el gesto de negación con un dedo con media sonrisa torva en la cara, oculta por sombras.
- No, querido hermano. Ambos somos legítimos. Y lo sabes- se retiró la capucha y descubrió un rostro que parecía calcado en papel de aceite al del paladín.
El paladín escupió un poco de sangre al suelo.
- ¿Acaso no te has dado cuenta de lo que has hecho, entonces?- preguntó con un deje de amargura en su voz- Las artes arcanas que llevas en tu alma han asesinado y debes pagar por ello. Y, puedes jurarlo por nuestra hermana, te lo haré pagar.
El mago apartó la mirada. Se rascó la nariz con un ademán irónico, le contestó:
- Espera un momento, Námo. ¿Me estás diciendo que llevas dos semanas persiguiéndome porque crees que es culpa mía?
- ¡Por supuesto que es culpa tuya!- chilló con la voz rota- Tuya y de tus artes de oscura hechicería. El ansia mágica que acarreamos los Sin’Dorei no tiene otro fin más que el de alimentar los deseos egoístas de aquellos que, como tu, aprobasteis el trato con los demonios.
- Estás equivocado en tus prejuicios, hermano- musitó remarcando la palabra prejuicios- Ese poder que tú tanto rechazas alimenta tus virtudes de caballero virtuoso. Intentamos armonizar con esas fuerzas, usarlas para el bien, moldearlas y acostumbrarnos a su uso cotidiano. Gente como tu la usa con desprecio, malinterpretando su destino por juzgar su origen y prejuzgar su utilidad.
El hechicero desvió la mirada hacia las colinas que se elevaban tras su oponente. Las que les separaban de Ventormenta. Se humedeció los labios esperando una respuesta que no obtuvo.
El otro, sin embargo, no pareció inmutarse. Se pasó una mano por la cara, limpiando el polvo que se había acumulado en sus ropajes. Sabía que su hermano podía ser muchas cosas, pero era un orgulloso, noble y honorable elfo sangriento.
- Es gente como la que te ha despreciado antes la que nos convierte en criminales. Garithos y sus caballeros de la Noble Virtud- apuntilló con ironía- nos han rechazado, perseguido y acusado por tratar de sobrevivir.
- Yo he honrado mi palabra.
- No lo pongo en duda. ¡Pero ese honor que los humanos no merecen ha hecho que nuestros padres mueran, inconsciente!- Námo negó en silencio. Cúnn tenía razón desde cierto punto de vista, pero la fuente del poder que había matado a sus padres corría por sus venas, tan fuerte como la luz del Sol en las suyas.
La cerrazón de los guerreros que no se preocupaban por abrir los ojos a la realidad hastiaba a Cúnnandur. Era gente del tipo de Garithos los que daban mal nombre a palabras como “paladín”, “honor”, “nobleza“ o “caballero”. Y para su pesar, Erunámo se parecía demasiado a él. Era tan obtuso que ni siquiera se daba cuenta de lo que había pasado hacía tres semanas.
- El ritual habría salvado a nuestros padres, Námo. Pero ¿preguntaste? Nooooo- relató paseando en torno al cayado y levantando los brazos hacia el cielo- Tenías que jugar al caballero de la Noble Virtud.
- ¡Por favor!- pidió, retórico, Erunámo- Nada bueno puede salir de
la magia demoníaca... Nuestros padres estaban en peligro porque tú los pusiste en peligro. Y desde luego, hiciste bien tu trabajo, maldito malnacido. Garithos no tiene nada que ver en esto. Los elegidos para proteger a nuestra raza de gente como tu defendemos unos ideales opuestos a lo que pretendéis con vuestros artificios. Los humanos no son más que una piedra en el camino de la que nos servimos para sobrevivir en un momento difícil de nuestra historia- hizo un pausa-. Si tuviéramos que volver a salvaros el culo de nuevo, Kael’Thas no lo dudaría. Y yo tampoco.
- ¿Para qué? Para que el gran Mariscal de Campo nos traicionara una vez más...
- No me engañarás de nuevo, Cúnnandur. Nuestros padres están muertos por tu magia- extrajo la espada de la piedra en la que la había clavado.
Cúnnandur observó el gesto con curiosidad. No se podía negar que era su hermano: le encantaba el dramatismo extra en todo lo que hacía. Como si fuera algo épico.
- No tendríamos que llegar a esto. Si hubiera acabado el ritual, estarían vivos y en casa. La culpa es tuya.
- Este será tu juicio, hermano- contestó el paladín, cargando hacia él, con la espada asida con fuerza.
Levantó el bastón y sacó una gema de un bolsillo oculto en el interior de la capa. Musitaba palabras en voz baja al tiempo que sus ojos volvían a envolverse en llamas místicas. La letanía despertaba la piedra de alma de sus manos, extrayendo su poder mágico.
El impacto iba a ser brutal.
Cúnnandur se preparó para recibirlo sin interrumpir el rezo.
Y cuando estaban a punto de encontrarse en el campo árido, una
flecha del cielo cayó entre ellos, deteniendo la carga de Erunámo y cesando la oración de Cúnnandur.
- Malditos niños- habló una voz femenina- ¿Es que no podéis estaros quietos ni un momento?
dentro de la capucha granate. De ella salían dos pequeñas llamas de fuego allí donde debería haber dos ojos. Respiraba con dificultad, recién recuperado de la metamorfosis a la que se había visto sometido hacía escasos segundos. Desde luego, para un Caballero Sangriento, era muy deshonroso verse mutado en un simple animal. Odiaba a su enemigo; estaba seguro de que, por lo menos, tanto como él. Sin embargo, algo fallaba en toda esta... chanza.
Le sonaba a burla que semejante paladín intentara enfrentarse a él. ¿Es que no podía ver que nunca sería capaz de acercarse a él a menos de dos metros? El caballero jadeaba con fuerza, cansado. El primer golpe le había cogido de improviso y trataba de esconder con la capa una fea cicatriz en el costado derecho, el lado del brazo que sostenía un bastón de madera nudosa, que refulgía en un color negro con tonos morados. Cualquiera en Quel’Thalas habría podido evitar un espadazo semejante sin dificultad. Sin embargo, algo no encajaba en el puzzle de este enfrentamiento.
Pero él era diferente.
Este enemigo no era como los otros.
Su rostro guardaba un misterio.
El gesto de dolor de su cara no era meramente físico.
- Maldito hechicero- susurró entre dientes el paladín.
- Caballero del infierno- exhaló el brujo.
Se mantuvieron la mirada durante un infinito segundo. El brujo se relajó, se apoyó con naturalidad en su cayado y se llevó la mano izquierda al lado derecho del torso. El paladín clavó la espada en el suelo y se frotó con fuerza los músculos de los brazos tatuados en rojo y negro, desentumeciéndolos.
- Me pregunto, Caballero de Sangre, ¿cómo has llegado a paladín, siendo tan inepto?- gritó el encapuchado, mientras se reducía el fuego que brotaba de sus ojos.
- La égida del Sol me guarda de tus artimañas, bastardo- contestó el guerrero.
El encapuchado hizo el gesto de negación con un dedo con media sonrisa torva en la cara, oculta por sombras.
- No, querido hermano. Ambos somos legítimos. Y lo sabes- se retiró la capucha y descubrió un rostro que parecía calcado en papel de aceite al del paladín.
El paladín escupió un poco de sangre al suelo.
- ¿Acaso no te has dado cuenta de lo que has hecho, entonces?- preguntó con un deje de amargura en su voz- Las artes arcanas que llevas en tu alma han asesinado y debes pagar por ello. Y, puedes jurarlo por nuestra hermana, te lo haré pagar.
El mago apartó la mirada. Se rascó la nariz con un ademán irónico, le contestó:
- Espera un momento, Námo. ¿Me estás diciendo que llevas dos semanas persiguiéndome porque crees que es culpa mía?
- ¡Por supuesto que es culpa tuya!- chilló con la voz rota- Tuya y de tus artes de oscura hechicería. El ansia mágica que acarreamos los Sin’Dorei no tiene otro fin más que el de alimentar los deseos egoístas de aquellos que, como tu, aprobasteis el trato con los demonios.
- Estás equivocado en tus prejuicios, hermano- musitó remarcando la palabra prejuicios- Ese poder que tú tanto rechazas alimenta tus virtudes de caballero virtuoso. Intentamos armonizar con esas fuerzas, usarlas para el bien, moldearlas y acostumbrarnos a su uso cotidiano. Gente como tu la usa con desprecio, malinterpretando su destino por juzgar su origen y prejuzgar su utilidad.
El hechicero desvió la mirada hacia las colinas que se elevaban tras su oponente. Las que les separaban de Ventormenta. Se humedeció los labios esperando una respuesta que no obtuvo.
El otro, sin embargo, no pareció inmutarse. Se pasó una mano por la cara, limpiando el polvo que se había acumulado en sus ropajes. Sabía que su hermano podía ser muchas cosas, pero era un orgulloso, noble y honorable elfo sangriento.
- Es gente como la que te ha despreciado antes la que nos convierte en criminales. Garithos y sus caballeros de la Noble Virtud- apuntilló con ironía- nos han rechazado, perseguido y acusado por tratar de sobrevivir.
- Yo he honrado mi palabra.
- No lo pongo en duda. ¡Pero ese honor que los humanos no merecen ha hecho que nuestros padres mueran, inconsciente!- Námo negó en silencio. Cúnn tenía razón desde cierto punto de vista, pero la fuente del poder que había matado a sus padres corría por sus venas, tan fuerte como la luz del Sol en las suyas.
La cerrazón de los guerreros que no se preocupaban por abrir los ojos a la realidad hastiaba a Cúnnandur. Era gente del tipo de Garithos los que daban mal nombre a palabras como “paladín”, “honor”, “nobleza“ o “caballero”. Y para su pesar, Erunámo se parecía demasiado a él. Era tan obtuso que ni siquiera se daba cuenta de lo que había pasado hacía tres semanas.
- El ritual habría salvado a nuestros padres, Námo. Pero ¿preguntaste? Nooooo- relató paseando en torno al cayado y levantando los brazos hacia el cielo- Tenías que jugar al caballero de la Noble Virtud.
- ¡Por favor!- pidió, retórico, Erunámo- Nada bueno puede salir de
la magia demoníaca... Nuestros padres estaban en peligro porque tú los pusiste en peligro. Y desde luego, hiciste bien tu trabajo, maldito malnacido. Garithos no tiene nada que ver en esto. Los elegidos para proteger a nuestra raza de gente como tu defendemos unos ideales opuestos a lo que pretendéis con vuestros artificios. Los humanos no son más que una piedra en el camino de la que nos servimos para sobrevivir en un momento difícil de nuestra historia- hizo un pausa-. Si tuviéramos que volver a salvaros el culo de nuevo, Kael’Thas no lo dudaría. Y yo tampoco.
- ¿Para qué? Para que el gran Mariscal de Campo nos traicionara una vez más...
- No me engañarás de nuevo, Cúnnandur. Nuestros padres están muertos por tu magia- extrajo la espada de la piedra en la que la había clavado.
Cúnnandur observó el gesto con curiosidad. No se podía negar que era su hermano: le encantaba el dramatismo extra en todo lo que hacía. Como si fuera algo épico.
- No tendríamos que llegar a esto. Si hubiera acabado el ritual, estarían vivos y en casa. La culpa es tuya.
- Este será tu juicio, hermano- contestó el paladín, cargando hacia él, con la espada asida con fuerza.
Levantó el bastón y sacó una gema de un bolsillo oculto en el interior de la capa. Musitaba palabras en voz baja al tiempo que sus ojos volvían a envolverse en llamas místicas. La letanía despertaba la piedra de alma de sus manos, extrayendo su poder mágico.
El impacto iba a ser brutal.
Cúnnandur se preparó para recibirlo sin interrumpir el rezo.
Y cuando estaban a punto de encontrarse en el campo árido, una
flecha del cielo cayó entre ellos, deteniendo la carga de Erunámo y cesando la oración de Cúnnandur.
- Malditos niños- habló una voz femenina- ¿Es que no podéis estaros quietos ni un momento?
Re: Erunámo, Cúnnandur y Káliethis
- ¡Por lo menos conmigo puedes convivir!- gruñó el elfo acercando una cucharada de sopa a la boca.
- ¿Llamas convivir a esto?- respondió su hermana con cierto tono soliviantado. Claramente eran hermanos: su parecido era indiscutible, incluso con la diferencia de edad- ¡Vienes a casa, murmuras cuatro cosas, comes y te vas! ¡Si vienes por la noche, cenas y a la cama apenas sin decir nada!
- ¡Con él estarías aún más sola!- sentenció él-. Un brujo que no puede hacer más que sucumbir ante su sed de magia...
Ella apretó los puños hasta casi hacer sangrar las palmas de las manos con las uñas. Contuvo su enfado y los ojos le brillaron en dorado. Años llevaba aguantando esta rencilla sin sentido. Una disputa sin fin, por unos ideales demagógicos que habían perdido su sentido y que solo alimentaban una animadversión irracional e inmadura.
- Malditos seáis. Malditos seáis los dos- susurró- Maldito tú y maldito él. Por vuestra empecinada cabezonería y elevado egoísmo murieron nuestros padres. Y no contentos con eso, ni siquiera tratáis de comprenderos el uno al otro.
El elfo se apartó la melena negra de la cara y volvió sus ojos encendidos de roja rabia hacia su hermana.
- No te atrevas a echarme la culpa de las muertes de padre y madre, Káliethis.
- Aprende a vivir con ello, Erunámo- mordió la frase-, porque ambos tuvisteis la culpa. Tu sed no es menor, ni menos execrable, que la suya. Él vive de la fuerza de los demonios y tú de la sangre de tus enemigos.
Erunámo se levantó en sus más dos metros, lanzando la silla hacia la pared, donde se hizo astillas. Golpeó con fuerza la mesa donde comía, derramando algo de la fragante sopa de hierbas aromáticas. Dejó los brazos clavados en la mesa, tensos. Firmes. Como dos recias columnas de mármol.
- ¡La sangre de los enemigos de los Elfos Sangrientos!-bramó- ¡Los enemigos de La Horda! ¡Mi sed es divina y mi poder desciende directamente del Sol! Si me pones en duda a mí, le pones en duda a Él...
- Os pongo en duda a ambos, a él y a ti. No a nuestro Dios- se sentó tranquilamente en el sofá de un rincón de la casa y poco a poco enterró su rostro entre su flequillo y lo cubrió con sus manos- No puedo vivir así, con nuestra familia hecha pedazos y dos hermanos que no quieren rehacerla.
El alto elfo aflojó la presión de sus brazos. Miró hacia el techo, donde una bóveda acristalada se abría a la noche. Vio la luna, patrona de sus primos, los Kal’Dorei, arrojando su luz tibia por el cristal de factura goblin. Caminó con gesto pesaroso hasta sentarse junto a su hermana en el sofá. El cabello color fuego de la muchacha caía largo y lacio sobre su regazo.
- Káliethis, hermana mía- habló el Caballero Sangriento con la voz más calmada-, poco te hemos contado acerca de aquél día. Nosotros éramos aún muy jóvenes y no sabíamos lo que hacíamos. Él en su sed de poder y yo por mi ciego afán de detener el avance de los demonios, sacrificamos a nuestros padres por el bien de la raza, al igual que hizo nuestro príncipe Kael’thas...
- ¿Cómo puedes ser tan simplista, cínico y corto de miras, Námo?- preguntó ella, interrumpiéndole- Os lleváis a matar y ni siquiera os dais cuenta de lo parecidos que sois. Sois poderosos. Elegidos para sobrevivir en el seno de La Horda. Y excusáis algo por lo que yo debería odiaros con un mero “fue por el bien de la raza”.
En ese instante, la puerta crujió con levedad. Una mano se había apoyado en ella y al momento, los nudillos parecieron llamar con decisión.
- Es él. Es nuestro hermano- confirmó ella.
- Lo sé respondió Erunámo-. ¿A qué habrá venido?
Ella lo miró con reprobación en los ojos.
- ¿Acaso debes juzgar todo lo que haga? Esta es mi casa. Y tanto es mía, como suya o tuya, estúpido arrogante.
Al otro lado se oyó un débil hilo de voz:
- ¿Estúpido arrogante? ¿Ni siquiera me has abierto la puerta y ya sabes que he llegado?- sonó, irónica.
Erunámo negó con un gesto de la cabeza.
- Ya voy, Cúnn- contestó Káliethis.
Abrió la puerta. Una sombra encapuchada se recortó en el umbral. La túnica roja se abría desde medio pecho hacia abajo mostrando el brillante tabardo blanco de los Recios. A la derecha, un cayado de madera retorcida sujeto por una mano larga y de aspecto suave servía de apoyo al recién llegado. La capucha dejaba entrever unos rasgos delgados, que recordaban con ligereza a cualquiera de los presentes, con la diferencia del color de los dos mechones de cabello que salían de ella: dorados como el Sol de la mañana.
Gruñó al entrar y, dejando a un lado el bastón de hechicería, se retiró la capucha con un gesto elegante, digno de un noble elfo.
Estar junto a ellos era como mirarse en un espejo invertido en el que nadie más se refleja. Exactos los rasgos de la cara, misma complexión, se diferenciaban en el peinado, el color del cabello- Erunámo hacía gala de una larga melena de color azabache- y el de la piel, que en el caso de Cúnnandur era más pálida. Los ojos eran igualmente verdes y tenían el mismo aire mezcla de melancolía e ira reprimida contra vaya usted a saber qué. Ahora con los ceños fruncidos, mucho más.
- ¿Qué haces tu aquí?- Preguntaron ambos a la vez, con el mismo tono y la misma voz.
Káliethis no pudo reprimir una sonrisa y un bufido.
- Si es que sois iguales.
- Pero eso no es óbice para que este impresentable merodee a mi hermana- habló el brujo con desdén.
- Brujos y hechiceros- replicó el paladín-. ¿Acaso, hermano Cúnnandur, los demonios te han dado el día libre?
Cúnnandur giró la cabeza hacia su mellizo:
- Las flechas de tu burla fallan la diana de mi interés... una vez más, querido.
- ¡Ya basta!- gritó ella- Estáis en mi casa y sois mi única familia. ¡Y eso vais a respetarlo!
Se sentaron a la vez a la mesa con el mismo gesto: apartaron la silla con la misma mano, retiraron la parte trasera de sus tabardos blancos y se sentaron, acercando la silla por el asiento y entre sus piernas.
- Por nuestra hermana, lo haré, brujo- concilió hiriente el paladín.
- Estoy de acuerdo, santito. ¡Cuán equivocado se puede estar, Dios mío!- replicó el reflejo.
Erunámo suspiró intentando aunar paciencia.
- Y bien, hermano- preguntó unos segundos más tarde- ¿qué te trae por aquí? ¿Qué se cuece en las torres de alta hechicería?
- Supondré que es verdadero interés y te responderé con premura. Esto es una simple visita a mi familia, aunque no lo creas.
- ¿Por qué no habría de hacerlo?- preguntó Káliethis, interviniendo con atropello- Bueno, los tres sabemos que no os lleváis precisamente bien, pero no puedo creer que seáis tan incoherentes como para negaros por completo. A veces tengo la sensación de que no habéis madurado un ápice después de lo que les ocurrió a nuestros padres.
Los dos hermanos se miraron fugazmente. Sabían lo que intentaba hacer su dulce hermana, pero los esfuerzos irían a un baúl que solía llenarse de olvido y buenas intenciones, entre otras cosas.
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Se despertó sudando, respirando con fuerza y con una presión en el pecho que llevaba muchas noches repitiéndose. Las sienes le palpitaban con frenesí y jadeaba a causa del calor que sentía dentro de su abdomen. Sin embargo, no había gritado. La pesadilla se había cobrado su voz en pago por dejarla despertar.
Se levantó y caminó en dirección a la cocina para beber un trago de agua fresca, intentando recordar qué era lo que le había hecho pasar tan mal rato. Las manos le temblaban tanto que derramaba el líquido mientras se acercaba el vaso a la boca. Cuando se hubo calmado, se sentó a la mesita de madera en la que habían cenado sus dos hermanos mellizos hacía escasas horas. Enterró su rostro entre los brazos cruzados y forzó su cabeza a recordar, lo cual acarreó un serio dolor.
Tan solo podía recordar dos manos titánicas de piel naranja y garras negras sobre cada uno de sus hermanos y las expresiones fatales de sus padres hundiéndose en llamas azules que surgían del suelo y parecían brotar de la espada de Námo y el bastón de Cúnn.
Un gato azul se acercó a ella entrando por la ventana de la cocina. Ella lo acarició con cuidado y éste se dejó hacer paseando por encima de la mesa.
No podía explicar nada acerca de lo que había soñado, pero estaba segura, después de tantos años, que tenía que ver con lo que había ocurrido en realidad aquel día. Llevaba un mes despertándose cada noche con la misma pesadilla, pero hoy era la primera vez que recordaba algo de ella. ¿Habría sido el entrenamiento al que la había sometido la entrenadora de cazadores de Lunargenta lo que había despertado algo dentro de ella?
De cualquier forma, tenía la certeza de que tendría que averiguar más acerca de todo eso antes de hablar con sus hermanos. Conociéndoles a ambos, reaccionarían de forma paternalista y no harían caso a nada de lo que les contara. Así que decidió recurrir a una persona que también había pasado por algo similar.
Re: Erunámo, Cúnnandur y Káliethis
Estaba sentado a una mesa, con un aire de tranquilidad sorprendente. A pesar de estar cargado de metal, y de la brutalidad de sus caracteres faciales, la expresión de su rostro decía mucho más de lo que había escuchado acerca de él. Los Kal’Dorei lo trataban como un despojo y sus referencias hacían de él un ser brutal, despiadado y despreciable.
Sin embargo, en la Horda decían que había tenido sueños reveladores. Que los había sabido interpretar y gracias a ellos había llevado a su raza hasta la ciudad de Orgrimmar, donde se estableció para combatir a los demonios, salvándoles de una muerte segura, y todo por el consejo de un cuervo loco.
Thrall le hizo un gesto con la mano para que se acercara a la mesa y tomara asiento. La tranquilidad colmaba el salón. Estaban solos y no se oía más que a los grillos del exterior.
- Pasa, chiquilla- su voz era oscura, pero ni mucho menos estridente y no tan gutural como la de los orcos habituales-. Me han dicho que tenías algo que consultarme.
- Mi señor, Thrall- respondió después de saludar respetuosamente-. No quería ser una molestia, supongo que estaréis más que ocupado en asuntos más relevantes- Káliethis sabía que los elfos sangrientos estaban en una posición de relativa fuerza en la Horda por la posición estratégica que representaba el conocimiento del enemigo, y en cierto modo se aprovechaba de ello.
- Bueno...- respondió Thrall apoyando los codos en la mesa- digamos que me interesan las visiones que pueda tener cualquiera de los miembros de la Horda- Thrall, sin embargo era cualquier cosa menos tonto-. Vuestra raza, como recién llegada a la Horda, debe ser tratada con amabilidad. No queremos sembrar el descontento entre vosotros. Y ni qué decir tiene que tres hermanos; un Caballero Sangriento, un Brujo Escarlata y una Cazadora de Quel’Thalas; no son fáciles de encontrar.
Káliethis sonrió con sincera tranquilidad. Se acomodó en la silla acolchada y observó con curiosidad el mapa que había bajo un vidrio en la mesa. No se había dado cuenta del tamaño de ésta. El mapa mostraba los continentes de Azeroth y Kalimdor, con un detalle impresionante.
- Interesante, ¿verdad?- comentó Thrall- He retirado todos los muñequitos que representan las tropas y los asentamientos de Horda y Alianza para poder tomarnos con calma esta conversación. Estamos preparando un mapa con vuestro hogar- finalizó con voz orgullosa.
Ella volvió a sonreírle.
- No entiendo mucho de guerra, mi Señor.
- ¿No? Bueno, es bastante aburrida si la analizas con frialdad. En fin. Uno de mis consejeros me comentó que buscabas resolución a unos sueños que crees visionarios acerca de lo que les ocurrió a vuestros padres, ¿me equivoco?
- En absoluto erráis- respondió ella, sorprendida por la franqueza del Jefe de Guerra-. Por lo que he oído, sois una persona que no desdeña los sueños y siempre busca su significado oculto.
Thrall se atusó la barba rala que le colgaba del mentón y se recostó en el gran sillón que le correspondía como Jefe de Guerra. Su rostro mostraba un atisbo de meditación mientras calibraba lo que iba a hacer. Al final, se levantó y se aproximó a la puerta, mientras Káliethis le seguía con la mirada sin saber qué hacer. Thrall abrió la puerta y susurró algo a uno de los sargentos que estaban apostados en uno de los laterales.
- Mi señor, yo...
- Tranquila, Káliethis- le interrumpió-. He hecho llamar a... un amigo. Hace años, un desconocido me ayudó a comprender mis sueños. Por desgracia, no podemos recurrir a él cuando queremos. Pero tenemos nuestros propios medios.
Ella asintió con un poco de duda. Sentía algo de miedo y los nervios le estaban revolviendo las tripas, pero tenía que aguantar, por sus hermanos.
Al rato, la puerta entornada pasó a estar abierta, cuando un troll, algo encorvado y que casi arrastraba sus manos por el suelo, vestido con una túnica gris entraba atravesándola. La cerró tras de sí y se inclinó con respeto ante Thrall.
- Lok’tar, Jefe de Guerra Thrall- susurró.
- Lok’tar o’gar, Gathrok- saludó Thrall-. Esta chiquilla es la causa de que estés aquí. Pensaba que no te necesitaría, pero he podido ver que está convencida de que lo necesita.
Thrall la señaló como si no estuviera hablando de ella o como si no estuviera allí. Al momento, el troll se acercó a ella con su paso rítmico y, sin pedir permiso alguno, puso ambas manos sobre la frente de Káliethis y presionó con cuidado y ligereza. Su voz sonó firme y a la vez resultaba balsámica:
- Tranquila, niña- hablaba Gathrok-. Has pasado mala noche. Ahora debes abrirte tu mente a los ojos de los Azi’Aqir.
Káliethis sintió un rechazo primordial al contacto con la piel del troll, pero el movimiento de repulsión se detuvo al instante. Comenzó a ver las imágenes del sueño en rápida sucesión.
Estaba en manos de un troll. Su sangre élfica le permitió ahora impulsarse lejos de él, con un gesto que no pudo reprimir: ira.
- Maldito seas, troll- susurró con la voz rota.- Debimos haberos exterminado cuando tuvimos oportunidad.
Gathrok la miró y cerró los ojos con comprensión infinita. Thrall sonrió con ironía.
- Desde luego la chica tiene carácter- resolvió el troll.
- No te lo he negado, Gathrok. Estabas avisado- contestó.
- ¿Qué me has hecho?- preguntó la cazadora.
Gathrok esperó una señal de Thrall.
- ¡Díselo!- refunfuñó el orco- Para eso te he hecho venir...
El troll hizo una pausa dramática.
- Has revivido mucho, niña, en estos segundos que has abierto tu alma a los Azi’Aqir- explicó-. La muerte de tus padres, como último evento, ha disparado tu memoria histórica, que estaba sepultada bajo recuerdos de escaso uso. Tu vida se ha desarrollado separada en dos polaridades: tus dos hermanos. El fin a sus diatribas estaba oculto en tus sueños. Ahora, has recordado lo que fue Quel’Thalas, la guerra que casi acaba con mi raza, el exilio de los orcos hasta Lordaeron y... la muerte de tus progenitores. El fuego representa la ira y el motivo. Las manos de demonio, un hecho y un ejecutor. Y tus hermanos representan una herramienta.
- Y ¿dónde están las respuestas a mis preguntas, brujo?
- Hablas como tu hermano- apuntó el hechicero-. Soy un chamán, niña. Y te diré que no hay respuesta en mi, si no en ti y en ellos dos. Te he mostrado una puerta, pero debes ser tu quién la atraviese. Ellos no te creerán, sin embargo.
- Deja las palabras de acertijo, chamán- dijo Káliethis-. ¿Qué puedo decirle a mi famila?
El troll se volvió una vez más a Thrall, que miraba interesado la conversación. Parecía distraído del troll y cuando se fijó en su mirada, asintió con vehemencia.
- Diles que tenías razón, Káliethis. Diles que su hermana tenía razón.
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Káliethis miraba al cielo nocturno. Un chapoteo le indicaba que el anzuelo había caído al agua. La compañía había acabado por serle grata. “A la fuerza ahorcan”, decían los humanos. Gathrok había requerido su presencia durante un mes seguido, todas y cada una de las noches antes de la caída del Sol. Juntos habían tratado de analizar los sueños.
El trabajo había sido arduo, doloroso, desesperante y frustrante en ocasiones. Para ambos. Para ella no era sencillo compaginar sus lecciones de cazadora con estas sesiones e interiorización-exteriorización. Y para Gathrok unificar sus horarios de servicio a la Horda, como oficial, con los análisis oníricos de una jovencita, que al principio había desdeñado todo lo que él representaba solo por ser un troll.
Pero aquella noche era diferente. Gathrok pescaba como todas las noches desde la primera, en el pequeño lago de Orgrimmar, pero no prestaba atención a los peces. De hecho ni siquiera había puesto anzuelo en el extremo del sedal.
“Tus hermanos son la herramienta de algún tipo de fuerza exterior, Kál. Piezas en un juego por derrotar a tus padres. Tu padre. Dime qué recuerdas de él”.
“¿Mi padre? Deja que te cuente algo de mi padre. Era un elfo muy alto. Fuerte. Pertenecía a las Legiones de Sangre en las que entró Námo. Y era de brazos poderosos, mente ágil y lengua rápida”.
“Cuida de no decir eso hablando de otros machos”.
“Era una persona de renombre. Muchos le siguieron cuando decidió levantarse junto a Kael’Thas. Recuerdo como otros mordían su nombre con envidia cuando el príncipe le tocó como a un amigo. Otros juraron venganza en su contra.”
“¿Y tu madre?”
“Mi madre también pertenecía a las Legiones. Era una sacerdotisa. De carácter fuerte. Y mandona como ella sola. Creo que Cúnn heredó su facilidad de verbo y mando. Seguía, sin embargo, a mi padre sin rechistar. Confiaban el uno en el otro ciegamente”.
“Y eso enfureció a alguien de fuera de vuestro mundo, Kál. Tus hermanos acumularon poderes y controlarlos resultó un juego de niños”.
“Pero, ¿quién lo hizo?”.
“Ese trabajo es para los tres en conjunto. Puede que Námo y Cúnn sigan odiándose más allá de que les confieses la verdad de su pasado, porque sus posturas son prácticamente irreconciliables excepto en el punto de vuestros padres, pero si no funcionáis en equipo, nunca sabréis quién les asesinó, ni por qué motivo”.
Káliethis miró a la luna fría en el cielo. Colgaba allí, sin enterarse de lo que ocurría a sus pies. La noche siguiente Káliethis no acudió al lago. Gathrok sonrió mientras esperaba. Y esa misma noche los hermanos firmaron una tregua.
Sin embargo, en la Horda decían que había tenido sueños reveladores. Que los había sabido interpretar y gracias a ellos había llevado a su raza hasta la ciudad de Orgrimmar, donde se estableció para combatir a los demonios, salvándoles de una muerte segura, y todo por el consejo de un cuervo loco.
Thrall le hizo un gesto con la mano para que se acercara a la mesa y tomara asiento. La tranquilidad colmaba el salón. Estaban solos y no se oía más que a los grillos del exterior.
- Pasa, chiquilla- su voz era oscura, pero ni mucho menos estridente y no tan gutural como la de los orcos habituales-. Me han dicho que tenías algo que consultarme.
- Mi señor, Thrall- respondió después de saludar respetuosamente-. No quería ser una molestia, supongo que estaréis más que ocupado en asuntos más relevantes- Káliethis sabía que los elfos sangrientos estaban en una posición de relativa fuerza en la Horda por la posición estratégica que representaba el conocimiento del enemigo, y en cierto modo se aprovechaba de ello.
- Bueno...- respondió Thrall apoyando los codos en la mesa- digamos que me interesan las visiones que pueda tener cualquiera de los miembros de la Horda- Thrall, sin embargo era cualquier cosa menos tonto-. Vuestra raza, como recién llegada a la Horda, debe ser tratada con amabilidad. No queremos sembrar el descontento entre vosotros. Y ni qué decir tiene que tres hermanos; un Caballero Sangriento, un Brujo Escarlata y una Cazadora de Quel’Thalas; no son fáciles de encontrar.
Káliethis sonrió con sincera tranquilidad. Se acomodó en la silla acolchada y observó con curiosidad el mapa que había bajo un vidrio en la mesa. No se había dado cuenta del tamaño de ésta. El mapa mostraba los continentes de Azeroth y Kalimdor, con un detalle impresionante.
- Interesante, ¿verdad?- comentó Thrall- He retirado todos los muñequitos que representan las tropas y los asentamientos de Horda y Alianza para poder tomarnos con calma esta conversación. Estamos preparando un mapa con vuestro hogar- finalizó con voz orgullosa.
Ella volvió a sonreírle.
- No entiendo mucho de guerra, mi Señor.
- ¿No? Bueno, es bastante aburrida si la analizas con frialdad. En fin. Uno de mis consejeros me comentó que buscabas resolución a unos sueños que crees visionarios acerca de lo que les ocurrió a vuestros padres, ¿me equivoco?
- En absoluto erráis- respondió ella, sorprendida por la franqueza del Jefe de Guerra-. Por lo que he oído, sois una persona que no desdeña los sueños y siempre busca su significado oculto.
Thrall se atusó la barba rala que le colgaba del mentón y se recostó en el gran sillón que le correspondía como Jefe de Guerra. Su rostro mostraba un atisbo de meditación mientras calibraba lo que iba a hacer. Al final, se levantó y se aproximó a la puerta, mientras Káliethis le seguía con la mirada sin saber qué hacer. Thrall abrió la puerta y susurró algo a uno de los sargentos que estaban apostados en uno de los laterales.
- Mi señor, yo...
- Tranquila, Káliethis- le interrumpió-. He hecho llamar a... un amigo. Hace años, un desconocido me ayudó a comprender mis sueños. Por desgracia, no podemos recurrir a él cuando queremos. Pero tenemos nuestros propios medios.
Ella asintió con un poco de duda. Sentía algo de miedo y los nervios le estaban revolviendo las tripas, pero tenía que aguantar, por sus hermanos.
Al rato, la puerta entornada pasó a estar abierta, cuando un troll, algo encorvado y que casi arrastraba sus manos por el suelo, vestido con una túnica gris entraba atravesándola. La cerró tras de sí y se inclinó con respeto ante Thrall.
- Lok’tar, Jefe de Guerra Thrall- susurró.
- Lok’tar o’gar, Gathrok- saludó Thrall-. Esta chiquilla es la causa de que estés aquí. Pensaba que no te necesitaría, pero he podido ver que está convencida de que lo necesita.
Thrall la señaló como si no estuviera hablando de ella o como si no estuviera allí. Al momento, el troll se acercó a ella con su paso rítmico y, sin pedir permiso alguno, puso ambas manos sobre la frente de Káliethis y presionó con cuidado y ligereza. Su voz sonó firme y a la vez resultaba balsámica:
- Tranquila, niña- hablaba Gathrok-. Has pasado mala noche. Ahora debes abrirte tu mente a los ojos de los Azi’Aqir.
Káliethis sintió un rechazo primordial al contacto con la piel del troll, pero el movimiento de repulsión se detuvo al instante. Comenzó a ver las imágenes del sueño en rápida sucesión.
Estaba en manos de un troll. Su sangre élfica le permitió ahora impulsarse lejos de él, con un gesto que no pudo reprimir: ira.
- Maldito seas, troll- susurró con la voz rota.- Debimos haberos exterminado cuando tuvimos oportunidad.
Gathrok la miró y cerró los ojos con comprensión infinita. Thrall sonrió con ironía.
- Desde luego la chica tiene carácter- resolvió el troll.
- No te lo he negado, Gathrok. Estabas avisado- contestó.
- ¿Qué me has hecho?- preguntó la cazadora.
Gathrok esperó una señal de Thrall.
- ¡Díselo!- refunfuñó el orco- Para eso te he hecho venir...
El troll hizo una pausa dramática.
- Has revivido mucho, niña, en estos segundos que has abierto tu alma a los Azi’Aqir- explicó-. La muerte de tus padres, como último evento, ha disparado tu memoria histórica, que estaba sepultada bajo recuerdos de escaso uso. Tu vida se ha desarrollado separada en dos polaridades: tus dos hermanos. El fin a sus diatribas estaba oculto en tus sueños. Ahora, has recordado lo que fue Quel’Thalas, la guerra que casi acaba con mi raza, el exilio de los orcos hasta Lordaeron y... la muerte de tus progenitores. El fuego representa la ira y el motivo. Las manos de demonio, un hecho y un ejecutor. Y tus hermanos representan una herramienta.
- Y ¿dónde están las respuestas a mis preguntas, brujo?
- Hablas como tu hermano- apuntó el hechicero-. Soy un chamán, niña. Y te diré que no hay respuesta en mi, si no en ti y en ellos dos. Te he mostrado una puerta, pero debes ser tu quién la atraviese. Ellos no te creerán, sin embargo.
- Deja las palabras de acertijo, chamán- dijo Káliethis-. ¿Qué puedo decirle a mi famila?
El troll se volvió una vez más a Thrall, que miraba interesado la conversación. Parecía distraído del troll y cuando se fijó en su mirada, asintió con vehemencia.
- Diles que tenías razón, Káliethis. Diles que su hermana tenía razón.
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Káliethis miraba al cielo nocturno. Un chapoteo le indicaba que el anzuelo había caído al agua. La compañía había acabado por serle grata. “A la fuerza ahorcan”, decían los humanos. Gathrok había requerido su presencia durante un mes seguido, todas y cada una de las noches antes de la caída del Sol. Juntos habían tratado de analizar los sueños.
El trabajo había sido arduo, doloroso, desesperante y frustrante en ocasiones. Para ambos. Para ella no era sencillo compaginar sus lecciones de cazadora con estas sesiones e interiorización-exteriorización. Y para Gathrok unificar sus horarios de servicio a la Horda, como oficial, con los análisis oníricos de una jovencita, que al principio había desdeñado todo lo que él representaba solo por ser un troll.
Pero aquella noche era diferente. Gathrok pescaba como todas las noches desde la primera, en el pequeño lago de Orgrimmar, pero no prestaba atención a los peces. De hecho ni siquiera había puesto anzuelo en el extremo del sedal.
“Tus hermanos son la herramienta de algún tipo de fuerza exterior, Kál. Piezas en un juego por derrotar a tus padres. Tu padre. Dime qué recuerdas de él”.
“¿Mi padre? Deja que te cuente algo de mi padre. Era un elfo muy alto. Fuerte. Pertenecía a las Legiones de Sangre en las que entró Námo. Y era de brazos poderosos, mente ágil y lengua rápida”.
“Cuida de no decir eso hablando de otros machos”.
“Era una persona de renombre. Muchos le siguieron cuando decidió levantarse junto a Kael’Thas. Recuerdo como otros mordían su nombre con envidia cuando el príncipe le tocó como a un amigo. Otros juraron venganza en su contra.”
“¿Y tu madre?”
“Mi madre también pertenecía a las Legiones. Era una sacerdotisa. De carácter fuerte. Y mandona como ella sola. Creo que Cúnn heredó su facilidad de verbo y mando. Seguía, sin embargo, a mi padre sin rechistar. Confiaban el uno en el otro ciegamente”.
“Y eso enfureció a alguien de fuera de vuestro mundo, Kál. Tus hermanos acumularon poderes y controlarlos resultó un juego de niños”.
“Pero, ¿quién lo hizo?”.
“Ese trabajo es para los tres en conjunto. Puede que Námo y Cúnn sigan odiándose más allá de que les confieses la verdad de su pasado, porque sus posturas son prácticamente irreconciliables excepto en el punto de vuestros padres, pero si no funcionáis en equipo, nunca sabréis quién les asesinó, ni por qué motivo”.
Káliethis miró a la luna fría en el cielo. Colgaba allí, sin enterarse de lo que ocurría a sus pies. La noche siguiente Káliethis no acudió al lago. Gathrok sonrió mientras esperaba. Y esa misma noche los hermanos firmaron una tregua.
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