La historia de Tyria (GW1)
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La historia de Tyria (GW1)
Hace casi tres mil años, una raza de serpientes salió del Abismo y pisó
el suelo de Tyria. A diferencia de las serpientes normales, éstas se
movían enderezadas, sabían hablar y tenían una cultura elaborada. Habían
sido invocadas por los antiguos dioses y traídas a este mundo para ser
sus guardianes. Su tarea consistía en guiar a las demás criaturas
terrestres en aquellos tiempos de transición, mientras los dioses
seguían creando el mundo a su alrededor.
Desde la Costa Empañada en el oeste, hasta la Bahía de las Sirenas
(ahora llamada el Mar del Pesar) del sur, y desde los lejanos lindes
orientales del Desierto de Cristal hasta la Cuenca del Gigante en la
costa septentrional de Kryta, Tyria floreció bajo la protección de estas
criaturas místicas. Las serpientes eran las protectoras de la tierra,
las guardianas del saber y las maestras de todas las cosas, y, en sus
tiempos, el mundo se mantuvo en equilibrio.
Pero entonces, una nueva raza de criaturas fue concebida. No eran ni
serpientes ni bestias; tampoco eran plantas ni piedras. Esas criaturas
no tenían una piel quitinosa con la que protegerse ni garras con las que
desgarrar carne. Habían llegado desnudas e indefensas, excepto por una
cosa: su sed de poder.
Esta nueva raza de criaturas no era otra que la nuestra, la de los
humanos, que casi enseguida empezó a asumir el control. Las ciudades
florecieron por el continente, se erigieron murallas y se forjaron
armas. Las cosas de las que carecíamos, las construíamos. No
necesitábamos pieles recias ni zarpas desgarradoras cuando podíamos
hacernos armaduras de metal y lanzas afiladas. Descubrimos el fuego,
escribimos nuestros propios libros y nos trasmitimos los conocimientos
de unos a otros mediante canciones y versos. Muy pronto, los humanos
tuvimos todo lo que necesitábamos, y fue entonces cuando empezamos a
depredar a las demás criaturas. Cazamos animales por diversión,
expulsamos a los druidas de la selva y nos establecimos en tierras que
no nos pertenecían. Nos convertimos en los amos de este mundo. Nos
hicimos con todos los privilegios, pero sin asumir ninguna
responsabilidad.
En menos de un siglo, las serpientes que habían protegido y cuidado a
Tyria ya no eran necesarias. El equilibrio que habían conseguido se
había roto y no había forma de restablecerlo. Al ver que el mundo había
cambiado, y como preferían no librar una guerra por el control del
continente, las serpientes se retiraron del mundo de los hombres. Se
fueron de las costas y las selvas, y abandonaron sus asentamientos en
las altiplanicies y montañas. Dejaron a los recién llegados a sus
anchas, y se retiraron a vivir en el único lugar donde los humanos no lo
hacían ni podrían hacerlo: el Desierto de Cristal.
Las serpientes nunca regresaron al mundo de los hombres, y, poco a poco,
su influencia se desvaneció. Para los humanos pasaron a ser parte del
pasado, una parte de la que se hablaba en los mitos y leyendas. Y, con
el tiempo, su recuerdo prácticamente se desvaneció de la consciencia
humana. Pero no se habían ido, sólo habían quedado olvidadas.
Pese a la retirada de las serpientes, los dioses nunca detuvieron su
trabajo de creación del mundo, y, con la benevolencia de unos padres
indulgentes, decidieron crear la magia. Tenía que ser un regalo para
todas las criaturas inteligentes que les aliviase la dureza de la vida e
hiciese que la supervivencia resultara menos ardua. Cuando hubieron
terminado de crear su presente, se lo ofrecieron a los humanos y a los
Charr, a los Tengu y a los enanos, a los minotauros y a los diablillos,
y, en definitiva, a todas las razas de la tierra.
Pero los dioses no habían contado con una cosa: la avaricia.
Las guerras estallaron de inmediato, mientras las razas mágicas luchaban
por la supremacía. Se sembró tanta destrucción que los humanos se
vieron al borde de la extinción. Cuando todo parecía perdido, fue el rey
Doric, el mismísimo líder de las tribus humanas unidas, quien recorrió
el largo camino hasta Arah, la ciudad de los dioses, en la península de
Orr. Tras conseguir una audiencia con los creadores, les suplicó que les
ayudaran, que detuvieran las guerras y que trajeran de nuevo la paz a
la tierra.
Los dioses escucharon sus súplicas e intervinieron.
La creación del mundo se completó. Como acto final, los dioses
arrebataron el don de la magia a todas las razas y lo encerraron en una
gran piedra. Luego rompieron la piedra en cinco: cuatro iguales, pero de
magia opuesta, y una piedra angular. Sin la piedra angular, las otras
cuatro no podrían volver a ensamblarse.
Cada una de las cuatro primeras piedras constituía la encarnación de una
escuela de magia específica: la de conservación, la de destrucción, la
de ataque y la de rechazo. La magia seguiría existiendo en el mundo,
pero el poder devastador de los cuatro tipos juntos nunca volvería a
estar en manos de una única criatura. Los aceptantes del don tendrían
que cooperar si querían utilizarlo al máximo.
Los dioses le dijeron al rey Doric que, ya que él les había pedido paz,
él y sus descendientes tendrían que llevar la carga de proteger las
piedras. Como medida adicional de precaución, utilizaron una gota de
sangre del monarca para sellar cada una de las piedras.
A continuación, éstas fueron arrojadas, una a una, al volcán de la
orilla meridional del reino de Kryta, y los dioses abandonaron el mundo
para siempre, confiados en que habían equilibrado su regalo y burlado la
codicia.
Las cosas fueron bien durante un tiempo. Ninguna raza consiguió imponerse a las demás y el mundo volvió a vivir en paz.
Durante el centenar de años siguiente, los reinos humanos prosperaron.
Dentro de cada nación fueron surgiendo grupos poderosos conocidos como
clanes. Y eran esos clanes, esos grupos, los que ostentaban el auténtico
poder en Tyria. Aunque eran los reyes y las organizaciones los que
dictaban las leyes y regulaban la tierra, eran los clanes quienes hacían
respetar o no esas leyes según su conveniencia. Y, a medida que los
clanes crecieron, su influencia también se hizo mayor.
Como siempre ocurre con la paz, llega un momento en que termina y esto
sucedió cuando el volcán entró en erupción, escupió las cinco piedras y
las esparció por Tyria. La magia que albergaban se filtró a las tierras
que las rodeaban. Aunque las Hematites, que es como se llaman estas
piedras, jamás se han vuelto a unir, el poder que tenían bastó para
avivar el deseo de éste en el corazón de los hombres.
Comenzó así una pugna por el poder, y, una vez más, volvió a estallar la
guerra. Pero, en esta ocasión, los humanos no estaban unidos. Los
clanes de los tres reinos más influyentes del continente lucharon entre
sí por la supremacía. Los reyes de Ascalon, Kryta y Orr no tenían
bastante poder para detener el conflicto, ya que los ejércitos de los
clanes eran más poderosos que los de sus propias patrias.
Las Guerras de Clanes se libraron durante décadas, alimentadas por el
deseo de poder y la influencia de las Hematites. Los acuerdos de paz
nunca duraban mucho, y las negociaciones nunca conseguían fructificar.
El conflicto arrebató la vida de muchos cientos de miles. La guerra
desarraigó familias, convirtió a vecinos en enemigos y agrió las
relaciones entre las naciones humanas… quizá para siempre.
Aunque las batallas prosiguieron, cada una con ganadores y perdedores,
ninguna nación consiguió suficiente poder como para dominar por completo
a las dos restantes. Lentamente, con el transcurso de los años, la
riqueza de los tres reinos disminuyó. Sus habitantes estaban cansados y
los ejércitos se iban debilitando a medida que la constante lucha iba
pasando factura.
Pero al final, como ocurre con todo, las guerras terminaron. Sin embargo
no fueron ni las palabras elocuentes de los negociadores por la paz ni
la mano dura de un héroe conquistador las que pusieron fin a las Guerras
de Clanes. El final de éstas fue consecuencia de una guerra aún mayor,
una guerra iniciada por los Charr. Una cantidad sin precedentes de estas
bestias del norte invadió los tres reinos humanos, Ascalon, Orr y
Kryta, que, sumidos en sus propios conflictos durante más de cincuenta
años, dejaron a un lado sus diferencias y centraron su atención en
defender sus fronteras de la nueva amenaza.
Cada reino se enfrentó a la invasión de una forma diferente. Ascalon
plantó cara y no cedió terreno, pues no tenía lugar al que replegarse.
Aunque sus fuerzas estaban muy mermadas, consiguieron reorganizarse
detrás del Gran Muro del Norte. Pero su defensa no duró demasiado. En
una batalla mágica que posteriormente sería considerada como el punto de
inflexión para Ascalon (y que ahora se conoce como la Devastación), los
Charr sembraron un infierno y arrasaron cientos de kilómetros de la
desprotegida llanura. Su magia calcinaba el suelo y las ciudades humanas
a medida que atravesaban el Muro y entraban en Orr. Los humanos
supervivientes de Ascalon han reconquistado el Muro y lo han defendido
de los ataques periódicos desde entonces, pero ya queda poco de este
reino antaño tan próspero.
El caso de Orr fue diferente. Para detener al ejército invasor, el sabio
y consejero personal del rey de Orr recurrió a los poderes de la magia
negra. Tras aventurarse en las bóvedas situadas muy por debajo de las
calles de mármol de Arah, desenrolló un pergamino prohibido y leyó las
palabras escritas en él. La explosión resultante hundió toda la
península y levantó tal nube de polvo que ocultó el sol durante cien
días. Aunque los Charr nunca llegaron a las calles sagradas de Arah,
casi todos los ciudadanos de Orr murieron aquel día.
Incapaz de contener a los Charr y carente del poder mágico para
expulsarlos, Kryta acudió a un hombre llamado Saul D’Alessio y a sus
promesas de que dioses ocultos vendrían en su auxilio en aquella guerra.
Ya fuera por suerte o por las manos invisibles de algún nuevo dios,
Kryta consiguió repeler la invasión Charr e hizo volver a las bestias
del norte por donde habían venido.
La polvareda de este conflicto está empezando a aposentarse. Quizá en
esta siguiente era aprendamos de nuestros errores pasados. Quizá hayamos
aprendido a saber cuándo es el momento de dejar a un lado nuestro odio y
simplemente trabajar unidos. O quizá haremos lo que han hecho todas las
naciones de la historia del mundo: dar la espalda a nuestro pasado y
desencadenar una plaga nueva y más terrible en nuestra tierra.
Esperemos que éste no sea el caso. Esperemos que hayamos aprendido la lección.
(Extracto de La historia de Tyria, volumen I)
—Thadeus Lamount, historiador
el suelo de Tyria. A diferencia de las serpientes normales, éstas se
movían enderezadas, sabían hablar y tenían una cultura elaborada. Habían
sido invocadas por los antiguos dioses y traídas a este mundo para ser
sus guardianes. Su tarea consistía en guiar a las demás criaturas
terrestres en aquellos tiempos de transición, mientras los dioses
seguían creando el mundo a su alrededor.
Desde la Costa Empañada en el oeste, hasta la Bahía de las Sirenas
(ahora llamada el Mar del Pesar) del sur, y desde los lejanos lindes
orientales del Desierto de Cristal hasta la Cuenca del Gigante en la
costa septentrional de Kryta, Tyria floreció bajo la protección de estas
criaturas místicas. Las serpientes eran las protectoras de la tierra,
las guardianas del saber y las maestras de todas las cosas, y, en sus
tiempos, el mundo se mantuvo en equilibrio.
Pero entonces, una nueva raza de criaturas fue concebida. No eran ni
serpientes ni bestias; tampoco eran plantas ni piedras. Esas criaturas
no tenían una piel quitinosa con la que protegerse ni garras con las que
desgarrar carne. Habían llegado desnudas e indefensas, excepto por una
cosa: su sed de poder.
Esta nueva raza de criaturas no era otra que la nuestra, la de los
humanos, que casi enseguida empezó a asumir el control. Las ciudades
florecieron por el continente, se erigieron murallas y se forjaron
armas. Las cosas de las que carecíamos, las construíamos. No
necesitábamos pieles recias ni zarpas desgarradoras cuando podíamos
hacernos armaduras de metal y lanzas afiladas. Descubrimos el fuego,
escribimos nuestros propios libros y nos trasmitimos los conocimientos
de unos a otros mediante canciones y versos. Muy pronto, los humanos
tuvimos todo lo que necesitábamos, y fue entonces cuando empezamos a
depredar a las demás criaturas. Cazamos animales por diversión,
expulsamos a los druidas de la selva y nos establecimos en tierras que
no nos pertenecían. Nos convertimos en los amos de este mundo. Nos
hicimos con todos los privilegios, pero sin asumir ninguna
responsabilidad.
En menos de un siglo, las serpientes que habían protegido y cuidado a
Tyria ya no eran necesarias. El equilibrio que habían conseguido se
había roto y no había forma de restablecerlo. Al ver que el mundo había
cambiado, y como preferían no librar una guerra por el control del
continente, las serpientes se retiraron del mundo de los hombres. Se
fueron de las costas y las selvas, y abandonaron sus asentamientos en
las altiplanicies y montañas. Dejaron a los recién llegados a sus
anchas, y se retiraron a vivir en el único lugar donde los humanos no lo
hacían ni podrían hacerlo: el Desierto de Cristal.
Las serpientes nunca regresaron al mundo de los hombres, y, poco a poco,
su influencia se desvaneció. Para los humanos pasaron a ser parte del
pasado, una parte de la que se hablaba en los mitos y leyendas. Y, con
el tiempo, su recuerdo prácticamente se desvaneció de la consciencia
humana. Pero no se habían ido, sólo habían quedado olvidadas.
Pese a la retirada de las serpientes, los dioses nunca detuvieron su
trabajo de creación del mundo, y, con la benevolencia de unos padres
indulgentes, decidieron crear la magia. Tenía que ser un regalo para
todas las criaturas inteligentes que les aliviase la dureza de la vida e
hiciese que la supervivencia resultara menos ardua. Cuando hubieron
terminado de crear su presente, se lo ofrecieron a los humanos y a los
Charr, a los Tengu y a los enanos, a los minotauros y a los diablillos,
y, en definitiva, a todas las razas de la tierra.
Pero los dioses no habían contado con una cosa: la avaricia.
Las guerras estallaron de inmediato, mientras las razas mágicas luchaban
por la supremacía. Se sembró tanta destrucción que los humanos se
vieron al borde de la extinción. Cuando todo parecía perdido, fue el rey
Doric, el mismísimo líder de las tribus humanas unidas, quien recorrió
el largo camino hasta Arah, la ciudad de los dioses, en la península de
Orr. Tras conseguir una audiencia con los creadores, les suplicó que les
ayudaran, que detuvieran las guerras y que trajeran de nuevo la paz a
la tierra.
Los dioses escucharon sus súplicas e intervinieron.
La creación del mundo se completó. Como acto final, los dioses
arrebataron el don de la magia a todas las razas y lo encerraron en una
gran piedra. Luego rompieron la piedra en cinco: cuatro iguales, pero de
magia opuesta, y una piedra angular. Sin la piedra angular, las otras
cuatro no podrían volver a ensamblarse.
Cada una de las cuatro primeras piedras constituía la encarnación de una
escuela de magia específica: la de conservación, la de destrucción, la
de ataque y la de rechazo. La magia seguiría existiendo en el mundo,
pero el poder devastador de los cuatro tipos juntos nunca volvería a
estar en manos de una única criatura. Los aceptantes del don tendrían
que cooperar si querían utilizarlo al máximo.
Los dioses le dijeron al rey Doric que, ya que él les había pedido paz,
él y sus descendientes tendrían que llevar la carga de proteger las
piedras. Como medida adicional de precaución, utilizaron una gota de
sangre del monarca para sellar cada una de las piedras.
A continuación, éstas fueron arrojadas, una a una, al volcán de la
orilla meridional del reino de Kryta, y los dioses abandonaron el mundo
para siempre, confiados en que habían equilibrado su regalo y burlado la
codicia.
Las cosas fueron bien durante un tiempo. Ninguna raza consiguió imponerse a las demás y el mundo volvió a vivir en paz.
Durante el centenar de años siguiente, los reinos humanos prosperaron.
Dentro de cada nación fueron surgiendo grupos poderosos conocidos como
clanes. Y eran esos clanes, esos grupos, los que ostentaban el auténtico
poder en Tyria. Aunque eran los reyes y las organizaciones los que
dictaban las leyes y regulaban la tierra, eran los clanes quienes hacían
respetar o no esas leyes según su conveniencia. Y, a medida que los
clanes crecieron, su influencia también se hizo mayor.
Como siempre ocurre con la paz, llega un momento en que termina y esto
sucedió cuando el volcán entró en erupción, escupió las cinco piedras y
las esparció por Tyria. La magia que albergaban se filtró a las tierras
que las rodeaban. Aunque las Hematites, que es como se llaman estas
piedras, jamás se han vuelto a unir, el poder que tenían bastó para
avivar el deseo de éste en el corazón de los hombres.
Comenzó así una pugna por el poder, y, una vez más, volvió a estallar la
guerra. Pero, en esta ocasión, los humanos no estaban unidos. Los
clanes de los tres reinos más influyentes del continente lucharon entre
sí por la supremacía. Los reyes de Ascalon, Kryta y Orr no tenían
bastante poder para detener el conflicto, ya que los ejércitos de los
clanes eran más poderosos que los de sus propias patrias.
Las Guerras de Clanes se libraron durante décadas, alimentadas por el
deseo de poder y la influencia de las Hematites. Los acuerdos de paz
nunca duraban mucho, y las negociaciones nunca conseguían fructificar.
El conflicto arrebató la vida de muchos cientos de miles. La guerra
desarraigó familias, convirtió a vecinos en enemigos y agrió las
relaciones entre las naciones humanas… quizá para siempre.
Aunque las batallas prosiguieron, cada una con ganadores y perdedores,
ninguna nación consiguió suficiente poder como para dominar por completo
a las dos restantes. Lentamente, con el transcurso de los años, la
riqueza de los tres reinos disminuyó. Sus habitantes estaban cansados y
los ejércitos se iban debilitando a medida que la constante lucha iba
pasando factura.
Pero al final, como ocurre con todo, las guerras terminaron. Sin embargo
no fueron ni las palabras elocuentes de los negociadores por la paz ni
la mano dura de un héroe conquistador las que pusieron fin a las Guerras
de Clanes. El final de éstas fue consecuencia de una guerra aún mayor,
una guerra iniciada por los Charr. Una cantidad sin precedentes de estas
bestias del norte invadió los tres reinos humanos, Ascalon, Orr y
Kryta, que, sumidos en sus propios conflictos durante más de cincuenta
años, dejaron a un lado sus diferencias y centraron su atención en
defender sus fronteras de la nueva amenaza.
Cada reino se enfrentó a la invasión de una forma diferente. Ascalon
plantó cara y no cedió terreno, pues no tenía lugar al que replegarse.
Aunque sus fuerzas estaban muy mermadas, consiguieron reorganizarse
detrás del Gran Muro del Norte. Pero su defensa no duró demasiado. En
una batalla mágica que posteriormente sería considerada como el punto de
inflexión para Ascalon (y que ahora se conoce como la Devastación), los
Charr sembraron un infierno y arrasaron cientos de kilómetros de la
desprotegida llanura. Su magia calcinaba el suelo y las ciudades humanas
a medida que atravesaban el Muro y entraban en Orr. Los humanos
supervivientes de Ascalon han reconquistado el Muro y lo han defendido
de los ataques periódicos desde entonces, pero ya queda poco de este
reino antaño tan próspero.
El caso de Orr fue diferente. Para detener al ejército invasor, el sabio
y consejero personal del rey de Orr recurrió a los poderes de la magia
negra. Tras aventurarse en las bóvedas situadas muy por debajo de las
calles de mármol de Arah, desenrolló un pergamino prohibido y leyó las
palabras escritas en él. La explosión resultante hundió toda la
península y levantó tal nube de polvo que ocultó el sol durante cien
días. Aunque los Charr nunca llegaron a las calles sagradas de Arah,
casi todos los ciudadanos de Orr murieron aquel día.
Incapaz de contener a los Charr y carente del poder mágico para
expulsarlos, Kryta acudió a un hombre llamado Saul D’Alessio y a sus
promesas de que dioses ocultos vendrían en su auxilio en aquella guerra.
Ya fuera por suerte o por las manos invisibles de algún nuevo dios,
Kryta consiguió repeler la invasión Charr e hizo volver a las bestias
del norte por donde habían venido.
La polvareda de este conflicto está empezando a aposentarse. Quizá en
esta siguiente era aprendamos de nuestros errores pasados. Quizá hayamos
aprendido a saber cuándo es el momento de dejar a un lado nuestro odio y
simplemente trabajar unidos. O quizá haremos lo que han hecho todas las
naciones de la historia del mundo: dar la espalda a nuestro pasado y
desencadenar una plaga nueva y más terrible en nuestra tierra.
Esperemos que éste no sea el caso. Esperemos que hayamos aprendido la lección.
(Extracto de La historia de Tyria, volumen I)
—Thadeus Lamount, historiador
Losgart- Cazajawas
- Juego : Guild Wars 2
Clan : Recios y Hijos de Eternia
PJ principal : Losgart Urgardrin, Tyrek Karstark, Alcar Vientofuerte
Antigüedad : 03/11/2012
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